El pequeño monstruo había soñado interminablemente con la luna. Ella se había hecho dueña del tiempo, pero no era capaz siquiera de recordarse a sí misma.
Los Enamorados de la Luna nunca encuentran el verdadero amor porque persiguen algo demasiado grande.
El monstruito se conformó, entonces, con soñar con el campo, con las flores, con lo que era real.
«Puedo asimilar amarme a mí mismo», pensó.
Eso era lo que mejor podía hacer.
Y llegó la lluvia, y llegaron los rostros que fingían felicidad. Se adentraron en su ser y persiguieron a la luna, incansablemente. Ella huyó.
El monstruito aprendió a escribir todo lo que rondaba su cabeza.
Yo soy ese monstruito.
Persigo la felicidad, solo para darle el placer de huir de mí.
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